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Navidad

Nada se paga tan caro 
como decir lo que se piensa.
Alfred Bougeard.



Francisco Moreno Mejías
PA-DIGITAL


Ya hacía diez años que el chiricano Francisco Barría Serrano había salido de su Dolega natal y prosperaba en la pujante población de Changuinola. Tenía una mecedora instalada sobre una tarima a un extremo del enorme mostrador de su tienda de vender “de todo” y, siempre que no tuviera mejor cosa que hacer, se sentaba allí para fumarse un cigarrillo mientras veía cómo trataban sus hijas a la clientela y, sobre todo, cómo la clientela trataba a sus hijas, que eran dos bombones con muchos candidatos a hincarles el diente. Chico Barría era muy celoso y no permitía que ninguno se pasara de liso.

Las chiricanitas aceptaban de buena gana trabajar en la tienda porque así satisfacían su innata coquetería y su padre soportaba que se exhibieran tras el mostrador porque la desconfianza de que un dependiente ajeno a la familia le robara era aún más fuerte que sus celos.

Llegó la Navidad y Chico Barría decidió desmentir su fama de tacaño invitando a la cena familiar a sus empleados y a algunas autoridades y clientes importantes. Cerró la tienda temprano y mandó a “su gente” a descansar, diciéndoles que los esperaba por la noche en el jardín de la magnífica casa que mandó construir un par de años atrás.

El primero que apareció fue Tobobe, un indio guaimí (entonces todavía no se decía eso de ngöbe-buglé) alto y fuerte, que vivía allí mismo porque de noche vigilaba las propiedades de su jefe y de día ejercía labores domésticas. Después llegaron el párroco don Tomás, el corregidor, el árabe que acababa de comprar el hotel, el chofer y el ayudante que hacían los repartos y hasta quince o veinte personas más. Una refrescante brisa esparcía por el jardín, junto con las alegres notas de unos villancicos, el apetitoso aroma de la cena que preparaban dentro de la casa. El aperitivo consistía en diversas bebidas alcohólicas de las mejores marcas, servidas a los invitados por un atento camarero.

Las hijas de Chico Barría, que habían estado ayudando en la cocina, salieron a saludar a los invitados. La breve indumentaria doméstica acentuaba el esplendor de sus cuerpos, y el calor de los fogones ponía en sus lindos rostros un rubor de manzanas maduras. Las conversas cesaron al aparecer tanta belleza. Después que ambas hermanas distribuyeron saludos y sonrisas, la mayor dijo: «Ahora vamos a arreglarnos para que la Navidad nos coja bañaditas y fresquitas». Tobobe, que hasta entonces no había abierto la boca más que para trasegar alcohol en diversas variedades, dijo con la solemnidad propia de su raza: «Navidad soy yo». Aquella ocurrencia hizo soltar la carcajada a todos los presentes, menos al dueño de la casa, que llamó al que servía los tragos y le dijo señalando a Tobobe: «No le des más guaro a ese cholo».

Tobobe, viendo que la montaña no venía a él, decidió ir él a la montaña. Se acercó al mostrador de las bebidas y llenó un vaso de doce onzas con el contenido de la primera botella que encontró. Chico Barría, que no le quitaba ojo de encima, agarró a Tobobe por un brazo y señaló hacia el extremo del jardín donde estaba su cuarto, como el amo manda a su rincón al perro mal portado. El fámulo obedeció con paso inseguro, pero sin soltar el vaso, que se iba derramando por los traspiés que daba. Al sacar de un bolsillo el pañuelo para secarse la mano mojada, se le cayó la cédula.

Uno de los invitados la recogió del suelo y, tratando de averiguar quién era su dueño, leyó:
     «Nombre: Navidad de Jesús Machuca Montezuma.
      Lugar de nacimiento: Tobobe, Bocas del Toro».


Panamá América
Suplemento Día D
2 de enero de 2011




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