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Los dos carritos

Alberto Cabredo O.
Abogado y escritor.

Como todos los años, espero con mi hermano que se haga la luz para correr a ver qué hay bajo el árbol. Luego de celebrar con familiares y vecinos la Natividad, mi padre, al vernos dormidos, llena el piso de la sala con juguetes para hacernos creer que Santa vino y nos dejó regalos. Pero esta Navidad es distinta. Pasó algo extraño.

Al correr a abrir los regalos, solo encontramos dos paquetes bajo el árbol, mi hermano menor, muy enojado, maldijo hasta la sombra de Santa y, mi madre me miró con aquellos ojos grandes como luna llena, que expresaban todo sin decir palabra y los fijó en mi padre, que sentado en un sillón se cubría con las manos el rostro. No fue necesario que dijera nada, un relámpago tremendo centelleó en mi mente, de pronto lo entendí todo, no era Santa, era mi padre, sí, mi padre el que todas las navidades ponía los regalos alrededor del pino.

Lo cierto es que exageraba siempre, era impresionante el mundo de juguetes que nos obsequiaba y fascinante verlo echarse al piso a romper sus envolturas, como si fuese la primera vez que los observaba, y además, cómo se esforzaba por armarnos los juguetes, y cómo reía y jugaba con nosotros como un niño más. Pero algo pasó aquella Navidad y en un instante, crecí un kilómetro entero, qué digo un kilómetro, fueron diez los que crecí.

Mientras mi hermano se negaba a abrir su regalo, mi madre frunció el ceño y apretó los dientes, en tanto contenía las ganas de darnos un sopapo. Yo, que ya lo entreveía todo, le hablé al oído a mi hermano. No sé ya lo que le dije, han pasado tantos años, lo que sí tengo en la memoria muy claro, clariiito, es que me miró sorprendido y corrió a abrazar a mi padre.

Le brincamos encima y lo llenamos de besos, mientras a él se le salían las lágrimas le armamos una algarabía tremenda, saltábamos y gritábamos a su alrededor pidiendo que abriera los regalos con nosotros, eran dos carros de bombero muy sencillos, de plástico, creo, pero hicimos un escándalo, rodábamos los dos carritos encima de él y lo abrazábamos, miró a mi madre y esbozó una sonrisa, una de esas sonrisas que dicen que entiende, nos beso laaaaargo a los dos, se echó al piso y jugamos como nunca. Todo el día brincamos en su derredor, no le dejamos explicar absolutamente nada, no podía, nuestro entusiasmo no lo dejaba. Llegada la noche y, vuelta la calma, mientras nos rascaba la cabeza nos dijo, no lo olvidaré nunca, que era el hombre más feliz del mundo.


Panamá América
Suplemento Día D
26 de diciembre de 2010

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